"La última noche fue tranquila. Me levanté a las 6h de la mañana, como cada día aquel verano, para ir a trabajar. Entré en la habitación y di un beso a mis padres. Salí de casa y subí al coche. Sobre las 10h de la mañana un escalofrío me recorrió el cuerpo y a los pocos minutos mi sobrino de 11 años apareció llorando en la puerta de la panadería. En aquel preciso instante supe que mi padre había muerto. Me quité el delantal, cogí al niño de la mano y salí por la puerta de atrás para que nadie me viera llorar. Al llegar a casa le besé en la frente aún caliente, hablé unos minutos con el médico y empecé a ordenar la habitación consciente de que, en aquellos momentos, nadie lo haría. Después salí al rellano y me senté en el suelo. No sé cuántas horas pasé allí viendo entrar y salir gente. A pesar de ser agosto yo no sentía calor. La misa fue corta y el rato en el cementerio bastante llevable. La noche llegó serena contra todo pronóstico."
Estaba leyendo la otra tarde una vieja revista de psicología y redescubrí un concepto que me siempre me ha parecido interesante. Por eso decidí, de pronto, compartir con vosotros una de las esquinas más rotas de mi vida. Mi historia. Las dos historias.
"La noche no fue nada tranquila; la pasé colgada al teléfono hablando con los sanitarios de urgencias que, siguiendo su para mí maldito protocolo, me ordenaban darle paracetamol cada 4 horas (mi padre tenía fiebre central y se moría de cáncer). No tuve que levantarme a las 6h de la mañana porque nunca llegué a acostarme. Avisé a mis hermanos, besé a mi padre sin querer pensar en lo que ese beso significaba y me fui a trabajar. Pasé llorando toda la mañana y todo el mundo me vio hacerlo. Estaba triste y cansada. Mi sobrino llegó para darme la mala noticia y yo, sin quitarme el delantal, lo cogí de la mano y crucé corriendo la tienda que ya había abierto y estaba llena de clientes. Cuando llegué a casa me abracé al cuerpo de mi padre y, al cabo, alguien se acercó para llevarme de él. Eso sí, no sé cuántas horas pasé sentada en el rellano de la escalera viendo entrar y salir gente. La misa fue eterna, el rato en el cementerio intragable y el calor sofocante me dificultaba la respiración. Aquella noche no pude dormir; ni aquella ni muchas otras que estaban por venir."
Respiro hondo...
En todo esto que acabáis de leer consiste la RESILIENCIA. Una capacidad innata que, en mayor o menor medida, todos los humanos poseemos para superar las desgracias que acontecen en nuestras vidas y que nos ayuda a sobrevivir al dolor y al vacío vital (pensemos en Mauthausen, tan de actualidad estos días). Mi mente inventó una historia para poder enfrentarme a una tremenda situación de pérdida. Durante mucho tiempo dudé entre realidad y ficción; quise creer, porque me ayudaba a salir de lo que los especialistas llaman trastorno por estrés postraumático, que la actitud serena y reflexiva que normalmente me acompaña no me había abandonado en aquellos momentos, que había sido capaz de gestionar las emociones de manera que fueran menos punzantes, que, en definitiva, había conseguido controlar el dolor y sobrellevar la pérdida dulcemente. Y aunque nada estaba más lejos de la realidad, aquel teatrillo emocional me ayudó a sobreponerme y me rescaté del horror.
Por todo esto os quiero regalar una esperanza. La resiliencia existe y, además, se puede educar. De la mano de la inteligencia emocional se está empezando a desarrollar y trabajar en contextos humanos donde el sufrimiento acaece (actos violentos, muertes, accidentes, enfermedades graves, desastres naturales, pérdidas súbitas, violaciones...) y, lo más novedoso, se está utilizando con grupos de adolescentes que viven en riesgo de exclusión social y también en educación de preescolares sometidos a entornos marginales. Para saber un poco más os recomiendo el libro de Luis Rojas Marcos "Superar la adversidad: el poder de la resiliencia".
Una infelicidad no es nunca maravillosa. Es un fango helado; un lodo negro; una escara de dolor que nos obliga a elegir: someternos o luchar. Luchemos, pues. No olvidemos nunca el camino de regreso. Fuera, siempre amanece.
"La noche no fue nada tranquila; la pasé colgada al teléfono hablando con los sanitarios de urgencias que, siguiendo su para mí maldito protocolo, me ordenaban darle paracetamol cada 4 horas (mi padre tenía fiebre central y se moría de cáncer). No tuve que levantarme a las 6h de la mañana porque nunca llegué a acostarme. Avisé a mis hermanos, besé a mi padre sin querer pensar en lo que ese beso significaba y me fui a trabajar. Pasé llorando toda la mañana y todo el mundo me vio hacerlo. Estaba triste y cansada. Mi sobrino llegó para darme la mala noticia y yo, sin quitarme el delantal, lo cogí de la mano y crucé corriendo la tienda que ya había abierto y estaba llena de clientes. Cuando llegué a casa me abracé al cuerpo de mi padre y, al cabo, alguien se acercó para llevarme de él. Eso sí, no sé cuántas horas pasé sentada en el rellano de la escalera viendo entrar y salir gente. La misa fue eterna, el rato en el cementerio intragable y el calor sofocante me dificultaba la respiración. Aquella noche no pude dormir; ni aquella ni muchas otras que estaban por venir."
Respiro hondo...
En todo esto que acabáis de leer consiste la RESILIENCIA. Una capacidad innata que, en mayor o menor medida, todos los humanos poseemos para superar las desgracias que acontecen en nuestras vidas y que nos ayuda a sobrevivir al dolor y al vacío vital (pensemos en Mauthausen, tan de actualidad estos días). Mi mente inventó una historia para poder enfrentarme a una tremenda situación de pérdida. Durante mucho tiempo dudé entre realidad y ficción; quise creer, porque me ayudaba a salir de lo que los especialistas llaman trastorno por estrés postraumático, que la actitud serena y reflexiva que normalmente me acompaña no me había abandonado en aquellos momentos, que había sido capaz de gestionar las emociones de manera que fueran menos punzantes, que, en definitiva, había conseguido controlar el dolor y sobrellevar la pérdida dulcemente. Y aunque nada estaba más lejos de la realidad, aquel teatrillo emocional me ayudó a sobreponerme y me rescaté del horror.
Por todo esto os quiero regalar una esperanza. La resiliencia existe y, además, se puede educar. De la mano de la inteligencia emocional se está empezando a desarrollar y trabajar en contextos humanos donde el sufrimiento acaece (actos violentos, muertes, accidentes, enfermedades graves, desastres naturales, pérdidas súbitas, violaciones...) y, lo más novedoso, se está utilizando con grupos de adolescentes que viven en riesgo de exclusión social y también en educación de preescolares sometidos a entornos marginales. Para saber un poco más os recomiendo el libro de Luis Rojas Marcos "Superar la adversidad: el poder de la resiliencia".
Una infelicidad no es nunca maravillosa. Es un fango helado; un lodo negro; una escara de dolor que nos obliga a elegir: someternos o luchar. Luchemos, pues. No olvidemos nunca el camino de regreso. Fuera, siempre amanece.
Emoción que provoca un nudo en la garganta que por fin rompe en lágrimas, después reflexión y vuelta a leer.
ResponderEliminarGracias por regalarnos esta preciosa y dura entrada.
Sólo me queda decir: ¡¡¡Bendita resiliencia!!!
Tu amiga que te quiere.
Tu resiliente preferida también te quiere. Veus? Otro mundo SIEMPRE es posible. Molts besets. I moltíssimes gràcies...
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